Escuela de Iniciación Artística no. 4 - INBA
Me ha invitado Lorena McGregor, gracias otra vez a Pilar Ortega, a una mesa redonda sobre educación artística, conmemorando el primer aniversario de la nueva ubicación de la Escuela de Iniciación Artística no. 4 del INBA, el próximo miércoles 28 de febrero.
Más o menos el desarrollo de la plática se basará en estas reflexiones.
El que hace teatro desarrolla su sensibilidad a través del manejo y la interpretación de las emociones, dándoles cuerpo y voz, forma y sonido. ¿Cómo se mueve una persona cuando está triste, colérica, desamparada? ¿Cómo coloca los brazos cuando se siente sola? ¿Cómo habla? Y entonces entablamos también una dinámica de observación, de percepción del mundo, de las personas y las cosas. Se dice que los actores son temperamentales. ¿Por qué? ¿Por qué son más expresivos? Sería lo único, porque todos, inevitablemente tenemos toda la gama de emociones dentro. El hecho de que los actores reciban un entrenamiento para representarlos tal vez haga la diferencia. Pero también se ha hecho hincapié en que la educación debe ser capaz de desarrollar la inteligencia emocional, atendiendo a la teoría de Howard Gardner sobre las inteligencias múltiples. Saber expresar lo que se siente, darle nombre, ubicarlo como parte fundamental del individuo. Y el teatro dispone de la inteligencia emocional siempre. Los griegos antiguos, al establecer las líneas de la tragedia y la comedia, lo sintetizaban en la catarsis, que es una mezcla de sentimientos, que podríamos definir como temor y compasión. Dicho de otro modo y con un ejemplo griego también: Edipo. Sin saberlo, mata a su padre y se casa con su madre; cuando lo descubre termina por sacarse los ojos y se exilia, en un intento de no ver más horrores. Cuando las condiciones estéticas se conjugan, puede ocurrir en el espectador una catarsis: nos compadecemos de su situación y a la vez nos invade un temor muy grande de que nos pase algo similar. Es a la combinación de sentimientos a lo que denominamos catarsis, por lo que no es exclusiva del teatro, pero sí de las experiencias estéticas y artísticas. La sensibilidad entonces es una de las habilidades que se pueden desarrollar no sólo al hacer teatro, sino como espectadores, observadores del hecho dramático, que conlleva otra de las habilidades del pensamiento artístico: la percepción.
Jerzy Grotowsky dictó alguna vez una conferencia en la que describió la labor del director de escena: “Han pasado cerca de diecisiete años desde mi primera llegada a Escandinavia, cuando me preguntaron en la frontera mi oficio y respondí que era espectador de profesión, cosa que el funcionario anotó. Es evidente para mí que el trabajo del director es el de ser espectador de profesión. Es un oficio muy preciso”[1]. Entonces, la labor del director es la de una persona que tiene que estar en contacto constante con el mundo para percibirlo mejor, poder interpretarlo y ser capaz de crear una representación teatral. La percepción nos permite reflexionar sobre los modos de ver las cosas, la sociedad, la cultura; esta habilidad nos lleva a poder comprender cómo se construyen las conductas, los valores, las creencias y a darles un peso, un valor en un contexto propio. En una clase de teatro se debe promover en los alumnos la observación, que cuando salgan a la calle miren de verdad a la gente, los edificios, la decoración de los espacios, su amplitud. Intenten este ejercicio: cuando tengan la oportunidad de ir a un concierto, con una orquesta sinfónica por ejemplo, traten de sentarse lo más cerca posible de los músicos, y observen. Es un hecho escénico muy interesante. Desde el pequeño ritual, recibir al primer violín, la afinación, la entrada del director de la orquesta. Miren cómo se relaciona la mente del músico con su entorno, con la partitura, cómo se sienta un chelista, la manera de tomar el instrumento, de atacar las notas, dónde pone el énfasis corporal, cómo suena, cómo se relaciona con los otros músicos. Espacio, cuerpo, tiempo, elementos del teatro vistos a través de un concierto.
El teatro desarrolla la creatividad en la medida en que impone los retos necesarios para poder superarlos. Siempre he visto al teatro como un buen acertijo que invita a pensar soluciones. Pero las soluciones pueden ser múltiples, dependiendo del contexto, la cultura, la historia personal de quien hace el teatro y de los espectadores. Por eso no hay un solo Hamlet, o al menos nunca puede ser el mismo. ¿Por qué un director o un productor se empeña en montar de nuevo esa obra? Porque quiere expresarse a través del acertijo, dándole solución al drama de una manera más original, única y personal. Una de las herramientas más utilizadas en las clases de teatro es la improvisación. En la medida en que se entrena una persona en la improvisación teatral, va encontrando distintas formas de reaccionar frente a distintos estímulos. En algún libro de texto de teatro para secundarias que acabo de revisar el fin de semana, el autor menciona que la improvisación le sirve al actor para decir algo cuando se le olvida su texto. Esto, por supuesto, es un error terrible. En todas las artes se improvisa para encontrar la mejor manera de expresarse, para experimentar y explorar. La improvisación es un estimulante para encontrar soluciones más creativas, novedosas y personales, que conforman nuestro quehacer y le dan identidad. En este sentido cualquiera de nosotros se puede ver en alguna situación que tenga que resolver de manera creativa, y la creatividad, créanme, también es entrenable.
Estos son algunos ejemplos de cómo el teatro puede desarrollar las habilidades del pensamiento artístico: la sensibilidad, la percepción y la creatividad. Pero ¿cómo lo aplicamos en el aula? ¿Cómo hacer teatro?
Atendiendo a utilizar mejor los conceptos, acudo directamente a muchos maestros y pedagogos teatrales, entre los que se encuentran Tomás Motos, Georges Laferriere, y Fernando Bercebal, (este último director académico de la escuela de pedagogía teatral Ñaque con sede en Ciudad Real, España), para afirmar que, más que teatro tal como lo entendemos, en las escuelas se debe hacer drama.
Existe desde hace algunos años, podría decir que más de treinta, ésta otra tendencia de educar a través del drama, que permite experimentar sobre las ideas y explorar la creatividad; en donde el profesor ya no tiene la tarea de ser un director, sino que se convierte en un guía que acompaña, sugiere soluciones y propone actividades, siempre a partir del juego. Este tipo de formación se está llevando desde entonces en muchas escuelas a nivel profesional, como
Una clase de teatro, a cualquier nivel, debe basarse en el juego, es su consecuencia lógica. Desde muy pequeños jugamos a imitar a otras personas e imaginamos otros escenarios. Entonces el juego es una manera intuitiva de hacer teatro. Los niños juegan a ser lo que no son para reafirmar su lugar dentro de la familia y posteriormente dentro de la sociedad. Este medio expresivo se basa en su propia experiencia, en el mundo que vive, lo que ve y escucha, e intentará reflejarse en ese mundo, buscando integrarse lo mejor y más pronto posible. A medida que crecemos los juegos tienden a hacerse más complejos, con más variantes. Y aunque existe un periodo en el que muchas personas se pueden sentir tímidas o inhibidas por mostrarse frente a los otros, existen técnicas pedagógicas encaminadas a lograr que todos los participantes se expresen.
El propósito de un taller de drama debe ser desarrollar las herramientas expresivas y creativas de cualquiera que quiera explorar su propia capacidad; no debe confundirse con un taller de expresión corporal, ya que no sólo se utiliza el cuerpo sino que se puede valer de la literatura, la plástica o la voz.
El juego dramático tiene grandes ventajas como herramienta didáctica. El juego divierte, da otra versión de las cosas. Poco a poco, de tanto jugar, el reto y el desafío va creciendo hasta llegar a una forma más cercana a la de una representación, y si hay los elementos y disposición, puede desembocar en teatro, aunque no es su principal objetivo.
Para Bercebal y muchos otros pedagogos teatrales, una de las primeras diferencias entre un taller de teatro y uno de drama es que el primero generalmente busca un producto artístico y el segundo atiende a los procesos expresivos y creativos. Entonces, lo primero que debemos tener claro como maestros es saber cuál es el propósito principal de nuestra clase, para no mezclarlos y conducir a nuestros alumnos a un lugar donde nunca quisieron estar. Es prudente tener en cuenta que todos podemos caber en un escenario, pero no en una función de teatro.
El profesor de drama debe ser, entre otras cosas, un guía; no debe nunca anteponer sus intereses a los del grupo, no ser directivo, ser un “espectador de profesión” -como diría Grotowsky-; debe también mantener una actitud positiva y siempre tener control del foco.
Me detendré en dos de estos puntos: dije que el profesor no debe nunca anteponer sus intereses a los del grupo, pero Laferriére, pedagogo canadiense especializado en teatro, lo dice mejor: “El profesor debe poseer la humildad y la actitud de aprender al mismo tiempo que sus alumnos y tener presente que la capacidad total del grupo es siempre superior a la suya”[2]. De lo que se trata es de observar el proceso creativo de los participantes. Muchos maestros quieren sólo convencer a sus alumnos de que están frente a un teatrero consumado y que eso sería bastante para aprender. Yo mismo me encontré con este tipo de maestros en mi formación universitaria, y al final uno termina haciendo lo que ellos quieren, olvidándose de los intereses e impulsos propios. En los niveles formativos de la educación esto es muy grave. Se coartan la creatividad, la identidad, la originalidad, deteriorando la autoestima y el respeto por el trabajo de los demás.
Por otra parte, el profesor debe ser muy cuidadoso con el foco. ¿A qué me refiero? A la atención que debe soportar el participante ante todo el grupo. Una clase de drama o de teatro debe comenzar por hacer trabajos con el grupo completo, al mismo tiempo, y poco a poco controlar el foco en los ejercicios de manera que el protagonismo sea paulatino. Se debe pasar del trabajo con todo el grupo a ejercicios con equipos pequeños, después con parejas, haciendo que los propios compañeros sean espectadores y finalmente, después de un largo camino, que sólo el profesor habrá de administrar, se puede pensar en una persona que haga frente a los demás. He visto muchos casos de chicos que obligan a actuar solos sin tener las herramientas necesarias, sufriendo las miradas en vez de gozarlas. Estos chicos se enfrentan sin ninguna defensa a la crítica y la mayor parte de las veces salen perdiendo, ellos y el teatro, ya que difícilmente regresarán a él, ni como espectadores.
Ser “espectador de profesión” conlleva un alto grado de curiosidad para saber cómo funcionan las cosas. No basta con ver, hay que observar, con todos los sentidos. El maestro debe hacerse las preguntas necesarias para saber cómo es el proceso del grupo que está guiando. Y debe saber seleccionar aquellas preguntas que les va a hacer a los alumnos para que ellos intenten contestarlas. Lecoq dice que el maestro no debe dar muchas opiniones sobre el trabajo de los alumnos, lo que debe hacer son constataciones. “No se trata de transmitir un saber idéntico, sino de intentar comprender juntos, de encontrar entre el alumno y el maestro un nivel más elevado que haga que el maestro diga a sus alumnos cosas que nunca hubiera podido decir sin ellos y que suscite en los alumnos, a través de su ansia y su curiosidad, un conocimiento”[3].
Entonces, como menciona Laferrière, un profesor de teatro debe formarse como una mezcla de artista-pedagogo, que se valga de los recursos técnicos del arte y de criterios y herramientas pedagógicas que lo lleven a una mejor practica educativa. Debe ser una persona formada en las artes, de manera que conozca los lenguajes expresivos y los recursos materiales y técnicos de que dispone; y al mismo tiempo debe ser un pedagogo que permita y provoque el proceso creativo del alumno, sin interferir, poniéndole frente al conocimiento, a través de preguntas, reflexiones y reconocimientos, etc.
El tema de la formación docente es muy complejo y tiene muchas vertientes. Académicas, profesionales y hasta políticas. En muchos centros escolares se tiene la idea de que el teatro debe tener una intención moralizante, a través de hacer o ver obras con “mensaje”. ¿Es que todo debe llevar un “mensaje”? Con esto no pretendo polemizar, sino simplemente hacer ver que los alumnos pueden ser los encargados de dar su propio mensaje, y eso a muchas escuelas no les gusta. Por otro lado, formar maestros de arte no ha estado seriamente presente dentro de los planes de ninguna institución pública o privada (podríamos decir que salvo el caso de la escuela de danza Nelly Campobello donde forman profesoras y profesores de danza). En la etapa de transición educativa de la que hablaba anteriormente, ésta debería ser una prioridad. Porque ya sabemos qué se debe hacer en las clases y los cursos, pero no tenemos quién los imparta. La mayoría de las escuelas de teatro que hay a nivel superior en el país mencionan, en los planes de estudio y en el perfil de egreso, que forman personas con nociones de pedagogía teatral. ¿Cuál es la realidad? Si acaso, imparten una materia que tiene que ver con educación durante dos semestres, un año a lo mucho. ¿Se puede aprender lo necesario para educar en tan poco tiempo? Son muchísimos los teatreros que llegan a la docencia por la falta de mercado, por la falta de oportunidades o por una vocación mal orientada. Y todavía son menos aquellos que dan clases con la intención de educar. Pero afortunadamente hay algunos que se interesan en aprender, prepararse como profesores y pedagogos del teatro y formar. A estos últimos necios me plazco de pertenecer.
[1] Grotowsky, Jerzy, “El director como espectador de profesión”, en Principios de dirección escénica, México, Gobierno de Hidalgo, DIF Hidalgo, IHC, Gaceta, col. Escenología, 1992. pp. 271
[2] Leferriere, Motos, Bercebal, De Prado, Sesiones de trabajo con los pedagogos de hoy, Ñaque, Ciudad Real, 2000.
[3] Lecoq, Jacques, El cuerpo poético, Alba, Barcelona, 2003. pp. 38, 39.
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